El logro de la
sostenibilidad aparece hoy indisolublemente asociado a la necesidad de
universalización y ampliación de los derechos humanos. Sin embargo, esta
vinculación tan directa entre superación de los problemas que amenazan la
supervivencia de la vida en el planeta y la universalización de los derechos
humanos suele producir extrañeza y dista mucho de ser aceptado con facilidad.
Conviene, por ello, detenerse mínimamente en lo que se entiende hoy por
Derechos Humanos, un concepto que ha ido ampliándose hasta contemplar tres
“generaciones” de derechos (Vercher, 1998) que constituyen, como ha sido
señalado, requisitos básicos de un desarrollo sostenible, de una cultura de
la sostenibilidad que permita hacer frente a la actual situación de
emergencia planetaria.
Podemos referirnos, en primer lugar, a los
Derechos Democráticos, civiles y políticos (de opinión, reunión,
asociación…) para todos, sin limitaciones de origen étnico o de género, que
constituyen una condición sine qua non para la participación ciudadana en la
toma de decisiones que afectan al presente y futuro de la sociedad (Folch,
1998). Se conocen hoy como “Derechos humanos de primera generación”, por
ser los primeros que fueron reivindicados y conseguidos (no sin conflictos) en
un número creciente de países. No debe olvidarse, a este respecto, que los
“Droits de l’Homme” de la Revolución Francesa, por citar un ejemplo ilustre,
excluían explícitamente a las mujeres, que sólo consiguieron el derecho al voto
en Francia tras la Segunda Guerra Mundial. Ni tampoco debemos olvidar que en
muchos lugares de la Tierra esos derechos básicos son sistemáticamente
conculcados cada día.
Amartya Sen, en su libro Desarrollo y
Libertad, concibe el desarrollo de los pueblos como un proceso de expansión
de las libertades reales de las que disfrutan los individuos, alejándose de una
visión que asocia el desarrollo con el simple crecimiento del PIB, las rentas
personales, la industrialización o los avances tecnológicos. La expansión de
las libertades es, pues, tanto un fin principal del desarrollo como su medio
principal y constituye un pilar fundamental para abordar la problemática de la
sostenibilidad. Como señala Sen (1999), “El desarrollo de la democracia es, sin
duda, una aportación notable del siglo XX. Pero su aceptación como norma se ha
extendido mucho más que su ejercicio en la práctica (...) Hemos recorrido la
mitad del camino, pero el nuevo siglo deberá completar la tarea”.
No podemos hablar de pleno funcionamiento
democrático, y de respeto de los derechos civiles mientras, por ejemplo,
persiste la tortura y, lo que es aún más grave, la pena de muerte. Si
entendemos la democracia como un proceso social "en el que las
instituciones tienen la función de permitir, precisamente, la continua
corrección y el aprendizaje" (Manzini y Bigues, 2000), ello debería
significar su abolición. Una cosa es defender a la sociedad, evitar
aquellos actos que atenten contra los derechos de los demás, y otra, nada
correctiva, es erigirse en dioses inmisericordes capaces de arrebatar la vida…
También la democracia ha de progresar en esa dirección.
Si queremos avanzar
hacia la sostenibilidad de las sociedades, hacia el logro de una democracia
planetaria o cosmopolita, será necesario reconocer y garantizar otros derechos,
además de los civiles y políticos, que aunque constituyen un requisito
imprescindible son insuficientes. Nos referimos a la necesidad de contemplar
también la universalización de los derechos económicos, sociales y
culturales, o “Derechos humanos de segunda generación” (Vercher,
1998), reconocidos bastante después de los derechos políticos. Hubo que esperar
a la Declaración Universal de 1948 para verlos recogidos y mucho más para que
se empezara a prestarles una atención efectiva. Entre estos derechos podemos
destacar:
- Derecho universal a un trabajo satisfactorio, a un salario justo,
superando las situaciones de precariedad e inseguridad, próximas a la
esclavitud, a las que se ven sometidos centenares de millones de seres
humanos (de los que más de 250 millones son niños).
- Derecho a una vivienda adecuada en un entorno digno, es decir, en
poblaciones de dimensiones humanas, levantadas en lugares idóneos -con una
adecuada planificación que evite la destrucción de terrenos productivos,
las barreras arquitectónicas, etc.- y que se constituyan en foros de
participación y creatividad.
- Derecho universal a una alimentación adecuada, tanto desde un punto de
vista cuantitativo (desnutrición de miles de millones de personas) como
cualitativo (dietas desequilibradas) lo que dirige la atención a nuevas
tecnologías de producción agrícola.
- Derecho universal a la salud. Ello exige recursos e investigaciones
para luchar contra las enfermedades infecciosas que hacen estragos en
amplios sectores de la población del tercer mundo (cólera, malaria...) y
contra las nuevas enfermedades “industriales” (tumores, depresiones...) y
“conductuales”, como el SIDA. Es preciso igualmente una educación que
promueva hábitos saludables, el reconocimiento del derecho al descanso, el
respeto y solidaridad con las minorías que presentan algún tipo de
dificultad, etc.
- Derecho a la planificación familiar, es decir, a una maternidad y
paternidad responsable, y al libre disfrute de la sexualidad, que no
conculque la libertad de otras personas, sin las barreras religiosas y
culturales que, por ejemplo, condenan a millones de mujeres al
sometimiento.
- Derecho a una educación de calidad, espaciada a lo largo de toda la
vida, sin limitaciones de origen étnico, de género, etc., que genere
actitudes responsables y haga posible la participación en la toma
fundamentada de decisiones.
- Derecho a la cultura, en su más amplio sentido, como eje vertebrador
de un desarrollo personal y colectivo estimulante y enriquecedor.
- Reconocimiento del derecho a investigar todo tipo de problemas (origen
de la vida, manipulación genética...) sin limitaciones ideológicas, pero
tomando en consideración sus implicaciones sociales y sobre el medio y
ejerciendo un control social que evite la aplicación apresurada, guiada
por intereses a corto plazo, de tecnologías insuficientemente
contrastadas, que pueden afectar, como tantas veces ha ocurrido, a la
sostenibilidad. Se trata, pues, de completar el derecho a investigar con
la aplicación del llamado Principio de Precaución.
El conjunto de estos derechos de segunda
generación aparece como un requisito y, a la vez, como un objetivo del
desarrollo sostenible (Vilches y Gil, 2003). ¿Se puede exigir a alguien, por
ejemplo, que no contribuya a esquilmar un banco de pesca si ése es su único
recurso para alimentar su familia? No es concebible tampoco, por citar otro
ejemplo, la interrupción de la explosión demográfica sin el reconocimiento del
derecho a la planificación familiar y al libre disfrute de la sexualidad. Y
ello remite, a su vez, al derecho a la educación. Como afirma Mayor Zaragoza
(1997), una educación generalizada “es lo único que permitiría reducir, fuera
cual fuera el contexto religioso o ideológico, el incremento de población”.
En definitiva, la preservación sostenible
de la especie humana en nuestro planeta exige la libre participación de la
ciudadanía en la toma de decisiones (lo que supone la universalización de los
Derechos humanos de primera generación) y la satisfacción de sus necesidades
básicas (Derechos de segunda generación). Pero esta preservación aparece hoy
como un derecho en sí mismo, como parte de los llamados Derechos humanos de
tercera generación, que se califican como derechos de solidaridad
“porque tienden a preservar la integridad del ente colectivo” (Vercher, 1998) y
que incluyen, de forma destacada, el derecho a un ambiente sano, a la paz y al
desarrollo para todos los pueblos y para las generaciones futuras, integrando en
éste último la dimensión cultural que supone el derecho al patrimonio común de
la humanidad. Se trata, pues, de derechos que incorporan explícitamente el
objetivo de un desarrollo sostenible:
- El derecho de todos los seres humanos a un
ambiente adecuado para su salud y bienestar. Como afirma Vercher, la
incorporación del derecho al medio ambiente saludable como un derecho
humano, esencialmente universal, responde a un hecho incuestionable: “de
continuar degradándose el medio ambiente al paso que va degradándose en la
actualidad, llegará un momento en que su mantenimiento constituirá la más
elemental cuestión de supervivencia en cualquier lugar y para todo el
mundo (…) El problema radica en que cuanto más tarde en reconocerse esa
situación mayor nivel de sacrificio habrá que afrontar y mayores
dificultades habrá que superar para lograr una adecuada recuperación”.
De hecho muchas comunidades y pueblos autóctonos, poseedores de una
cultura profundamente anclada en su ambiente, están en vías de desaparición,
obligados a abandonar su tierra hacia las grandes ciudades, a menudo como
consecuencia de la degradación ambiental, lo que les convierte en refugiados
climáticos o ambientales y les condena a la pérdida acelerada de su
identidad (Bovet et al., 2008, pp 44-45).
- El derecho a la paz, lo que supone impedir que los
intereses particulares (económicos, culturales…) a corto plazo, se
impongan por la fuerza a los demás, con grave perjuicio para todos:
recordemos las consecuencias de los conflictos bélicos y de la simple
preparación de los mismos, tengan o no tengan lugar: desde la degradación
ambiental (no hay nada tan contaminante y destructor de recursos como un
conflicto bélico) a los millones de refugiados, víctimas de las
guerras. El derecho a la paz ha de plantearse, claro está, a escala
mundial, ya que solo una autoridad democrática universal podrá garantizar
la paz y salir al paso de los intentos de transgredir este derecho.
- El derecho a un desarrollo sostenible, tanto
económico como cultural de todos los pueblos. Ello conlleva, por una
parte, el cuestionamiento de los actuales desequilibrios económicos, entre
países y poblaciones, así como nuevos modelos y estructuras económicas
adecuadas para el logro de la sostenibilidad y, por otra, la defensa de la
etnodiversidad o diversidad cultural, como patrimonio de toda la
humanidad, y del mestizaje intercultural, contra todo tipo de racismo y de
barreras étnicas o sociales.
Vercher (1998) insiste en que estos
derechos de tercera generación “sólo pueden ser llevados a cabo a través del
esfuerzo concertado de todos los actores de la escena social”, incluida la
comunidad internacional. Se puede comprender, así, la vinculación que se
establece entre desarrollo sostenible y universalización de los Derechos
Humanos. Y se comprende también la necesidad de avanzar hacia una verdadera
mundialización, con instituciones democráticas, también a nivel planetario,
capaces de garantizar este conjunto de derechos y de promover la cultura de la
sostenibilidad (Vilches y Gil, 2003).
Un paso en ese sentido fue dado en la
Asamblea General de Naciones Unidas de abril de 2006, donde se decidió la
constitución del Consejo de Derechos Humanos (HRC), con sede en Ginebra,
que sustituye a la Comisión de Derechos Humanos, y cuya primera sesión de
constitución tuvo lugar el 19 de junio de 2006. Una institución cuya labor, se
señala, estará guiada por los principios de universalidad, imparcialidad y
diálogo internacional a fin de "impulsar la promoción y protección de
todos los derechos humanos, es decir, los derechos civiles, políticos,
económicos, sociales y culturales, incluido el derecho al desarrollo".
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